Por Julián Díaz Hernández.
La mayor tragedia de aviación en la Huasteca Potosina.
La travesía se antojaba larga, así que más valía comenzar temprano. Tras un tentempié al costado del fogón en la casa de –quien sería nuestro guía- Julián Ávila Maldonado, salimos a las 6 de la mañana en la camioneta de Jean Louise Lacaille Múzquiz, un experto expedicionario mantense de ascendencia francesa, quien junto con Lorenzo Rodríguez Sánchez (lugareño de “Laguna del Mante”) decidió sumarse a la aventura.
Se pretendía llegar al sitio donde la noche del 7 de marzo de 1955 dejó su último suspiro el hombre que vivió por esta tierra y en ella se quedó para siempre en obra y recuerdo: Jorge Pasquel Casanueva. El objetivo era la cumbre de la Sierra de Tanchipa -reserva de la biosfera desde 1994- y parte de Valles, este municipio que décadas atrás se convirtió en noticia nacional e internacional debido a la mayor tragedia de aviación en la comarca.
CUATRO HORAS DE TRAVESÍA
Desde el ejido más grande de la República Mexicana tomamos rumbo al norte por la carretera México-Laredo, pasamos la entrada a la presa “La Lajilla” y apenas adelante del kilómetro 33 del tramo Valles-Mante, enfilamos hacia la derecha por un camino de terracería. El trecho era casi recto, pero los pedregales que se nos presentaban al cabo de unos minutos nos obligaron a aminorar la velocidad.
Con sembradíos de caña y pasto a los costados –que se distinguían al tiempo que el sol se asomaba frente a nosotros- libramos dos entradas; así llegamos a “Paso de las yeguas”, un lugar donde la vegetación que empezaba a cubrir el camino, lo volvía estrecho y obligaba a seguir a pie. Eran las 6:45 y estábamos a 290 msnm (metros sobre el nivel del mar) según el aparato GPS (Global Posicion System) de Jean Louise.
Agradeciendo a la naturaleza la frescura de la mañana, enfilamos -de nuevo- al norte con mochilas bien provistas, sobre todo de agua, pues desconocíamos hasta donde el monte podía haber crecido y eso sin duda dificultaría el andar presuroso. No nos equivocamos, y los machetes bien afilados en la diestra empezaron a hacer su trabajo en tanto nos acercábamos a la falda de la sierra.
Caminamos luego en dirección al este por un cambiante conglomerado de gavias, huapillas, soyates y bejucos, avanzamos entre un mosaico de hojarasca –propio del invierno-, admirando las variedades de orquídeas entre los árboles de chaca o cedro, arrullados por las chachalacas y las quilas. Así entramos al pie de Tanchipa poco antes de las 8 de la mañana; 345 metros sobre el nivel del mar (msnm) marcaba ahí el GPS.
El avance ofreció cada vez mayores obstáculos, pues no solo era el ascenso sino también la vegetación que se cerraba de repente y hacía dudar a nuestro guía, a quien terminó por sacarlo adelante esa retentiva que le mantenía el camino dibujado en la memoria. La vista no iba únicamente al frente para no extraviarse, también debíamos estar atentos a los lados para esquivar a tiempo alguna –planta- “mala mujer”, y abajo, para no entramparse en un hoyo.
En algunos sectores las hormigas habían aflojado la tierra, que en ocasiones se sumía al paso de nuestros pies; en otros tramos la hierba nos reservaba alguna molesta colonia de garrapatas y pinolillos, o arbustos con espinas que desgarraban con lo que se topaban. Y mientras tratábamos de sacudirnos las lianas que aprisionaban el andar, manteníamos la precaución cuando recordamos a esa sierra como hábitat de las víboras cascabel y coralillo.
El sol apenas se colaba por entre los árboles enormes, pero la ropa se empapaba de sudor por el ejercicio constante; aun así no detuvimos el ascenso, y las manecillas del reloj seguían dando vueltas. Había que subir, bajar, subir, bajar y volver a subir, hasta alcanzar la tercera cordillera, la más alta, allá donde las guacamayas nos recibieron con su alboroto característico y luego nos regalaron el espectáculo azul turquesa de una parvada.
Para cuando el astro fulgurante se acercaba a la mitad de su andar, parecíamos estar más próximos a nuestra meta en la cúspide; caminamos por un cañón que pronto nos llevó a lo que algunos conocen como cueva “Tanchipa” y otros –a partir de la tragedia le nombraron- “Cueva Pasquel”. Habíamos recorrido para entonces 3 horas con 45 minutos, y estábamos a 625 msnm, en las coordenadas 2467284 norte y 14 506975 este.
Saber que nos encontrábamos cerca de la cima nos dio la posibilidad de beber un poco de agua para retomar energías rumbo a lo que sería la parte más complicada. Rodear la cueva significó enfrentarse a la escarpada; trepando a veces, y otras caminando entre las rocas a paso lento para colocar exactamente un pie tras el otro en cada una de las piedras que aparecían salteadas frente a nosotros.
EL SITIO DE LA TRAGEDIA
Después de las peripecias en carne propia, imaginamos lo difícil que debió ser aquella noche la expedición de la brigada que se dio a la tarea de localizar el sitio del percance fatal. Surgieron entonces –luego de avanzar unos 300 metros- los primeros restos del avión; aquello parecía un alerón trasero, fabricado en un aluminio resistente al tiempo, pero que desde luego no soportó el impacto, mucho menos con los peñascos que hay por todos lados.
Nos encontrábamos en la parte más alta, desde donde divisamos –hacia el poniente- la carretera nacional y la presa “La lajilla”; habían pasado poco más de cuatro horas de caminata, estábamos a 660 metros sobre el nivel del mar (msnm), en las coordenadas 2467445 norte y 14 507087 este. Un poco más adelante, vimos esparcidos en un radio de aproximadamente 50 metros, todo tipo de desechos de la unidad C-60 de Jorge Pasquel.
Fragmentos de alas estaban en sitios distintos uno del otro; enseguida un pistón con residuos del motor, un carburador encima de una de las alas, por allá lo que parecía un pedazo del tren de aterrizaje, con su sistema hidráulico y partes de acero -en verdad- inoxidable a pesar del tiempo de abandono. Entre varios restos las lagartijas hicieron nido pero huyeron ante nuestra presencia, en otros, la vegetación se entrelazó caprichosamente.
En el extremo opuesto y casi cubiertos por las ramas se notaban segmentos de cabina, las bases de algunas luces, mangueras, hierros oxidados, y más láminas. Partes elaboradas en –resistente- fierro vaciado se apreciaban fracturadas, denotando el impacto letal del transporte contra la parte más elevada y dura de Tanchipa; en todo nuestro alrededor había desechos, muchos de ellos ennegrecidas por el fuego que sobrevino al choque.
Unos diez metros enseguida estaban las cruces, la mayoría deterioradas pero con las placas color café, en las que se leían los nombres de los caídos, en letras negras; todas clavadas sobre las rocas y con la misma fecha del deceso: 7 de marzo de 1955. La primera era la del Subteniente Sergio Ramírez López, luego la del teniente Eduardo Moreno Brillas y la del Mayor Manuel García Ruiz, éstas dos últimas vencidas por el tiempo.
Al centro estaba la de Jorge Pasquel Casanueva, detrás la de su fiel mayordomo Miguel Rodríguez Guerrero, y finalmente la de los mayores Pablo Estrada Luna y Héctor Joel Velarde Barney. Al fondo una lámina -que seguramente voló por el viento- de lo que era la capilla donde cada año le celebraban misa; los troncos de la construcción aún permanecían en pie, no así la tradición del homenaje luctuoso, que se perdió hace más tres décadas.
Entre el espacio para el descanso, nos repusimos un poco de la caminata azarosa, en medio de aquella especie de cementerio serrano perdido en la espesura, allá donde casi nadie llega. Rodeados de esos mudos testigos del percance que costó la muerte a siete personas, no podemos quedarnos al margen de reflexionar sobre la vida del principal protagonista y víctima: Jorge Pasquel Casanueva.
JORGE PASQUEL CASANUEVA, EL PERSONAJE
Jorge Pasquel Casanueva nació el 23 de abril de 1907 en Veracruz; de carácter extrovertido, palabra fácil, capaz de la broma pesada y conocido por sus reacciones fuertes. Alguna vez un compañero lo lastimaba con sus palabras, pero Jorge sacó un cortaplumas arrojándose contra su ofensor, ambos lucharon bravamente hasta que un maestro los separó y lo expulsó de esa Secundaria de la ciudad de México.
De regreso en su natal ciudad, comenzó a trabajar en la agencia aduanal “Pasquel hermanos”, propiedad de su padre; fue el inicio de su carrera como hombre de negocios. Para 1927 tenía 20 años y grandes amistades que lo arrastraron a la lucha por el poder, se hizo amigo íntimo de Miguel Alemán y del general Manuel Ávila Camacho -entonces Presidente de la República- con quien jugaba golf.
En 1929 incursionó en la política como candidato a Diputado por Soledad de Doblado, Veracruz; había ganado a pulso las simpatías suficientes para vencer. El día de las elecciones tuvo los votos necesarios para abrumar a su contrincante, todavía en México Manuel B. Treviño -presidente del Partido de la Revolución Mexicana (PRM, hoy PRI)- le comunicó que su triunfo sería reconocido.
Sin embargo, días después se publicó la lista oficial que daba a conocer a los ganadores y en ella no aparecía su nombre, Jorge Pasquel se comunicó rápidamente con su amigo José Santos Alonso, que era de San Luis Potosí, quien le contestó que “El viejo” (Plutarco Elías Calles) lo había sacado de las listas y nada se podía hacer. Entonces decidió hablar personalmente con él, aprovechando la gran amistad con su hija Ernestina.
Pensó que el General accedería y ambos fueron a verlo, pero a los pocos minutos salió Calles discutiendo acaloradamente con su hija, se había tornado violento y agresivo. En esos momentos se les acercó Jorge, pero no tuvo tiempo de pronunciar una sola palabra porque “El viejo” le tiró una bofetada, que apenas esquivó, luego trató de usar contra él un rifle pero Ernestina se interpuso y Pasquel salió huyendo, de la casa y de Cuernavaca.
Como si fuese un desafío al poderoso, terminó casándose con Ernestina Calles, el 25 de julio de 1932. Insistió a entrar en la política, otra vez para diputado por Veracruz, pero poco tiempo antes de las elecciones, el PRM pidió retratos de los seguidores de Jorge; sólo unos cuantos recibieron las credenciales y el día de las elecciones la mayoría -aún sin credencial- decidió votar, pero el partido invalidó el proceso y le dieron el gane al opositor.
Posteriormente, junto con un grupo de amigos, Jorge Pasquel adquirió de la viuda de Herrerías el periódico “Novedades”, siendo nombrado presidente y gerente del mismo. Como había críticas sobre el Secretario de Hacienda, se produjo una situación muy delicada, por lo cual le exigieron que renunciara al puesto del periódico, y en su lugar quedó don Rómulo O'Farrill padre.
Su carácter lo involucró en hechos sangrientos, como el acontecido la noche del 24 de febrero de 1943 en la plaza de Nuevo Laredo, Tamaulipas, donde Jorge tuvo un duelo a balazos con un empleado de aduanas apellidado Baca, a quien mató –según se dice- en defensa propia. También se le involucró en la muerte del periodista Fernando Sánchez Bretón, en noviembre de 1948, y en la destrucción de periódicos “anti-alemanistas”.
El negocio más importante que hizo fue la creación de la Distribuidora México, S.A.; esta empresa, fundada por él con una fuerte inversión, distribuía petróleo y sus derivados, concesión que le había sido dada por Miguel Alemán y que después le sería retirada. Ferviente aficionado al beisbol, intervino de manera decisiva para que el circuito se jugara en un plano totalmente profesional, a partir de 1940, cuando hizo su aparición en la Liga.
Ese año fundó a los “Azules del Veracruz”, cuya edición de 1941 está conceptuada por la mayoría de los expertos como el equipo más poderoso que ha competido en el circuito. En 1946 encabezó “la invasión” de la Liga Mexicana a las Ligas Mayores, induciendo a entrar a los clubes nacionales a Max Lanier, Fred Martin, Salvatore Maglie, Adrián Zabala, Harry Feldman, Mickey Owen, Luis Rodríguez Olmo, Vern Stephens, y muchas otras estrellas.
También fue dueño del Parque “Delta”, cristero, y promotor incansable del beisbol profesional; se le ubicaba como el arquetipo del millonario “alemanista” más allá de la ley, acusado de contrabando y de vender concesiones aprovechando su influencia en el gobierno, siempre solucionando sus problemas sacando la pistola o la chequera. Hombre en el torbellino de la controversia: Temido, odiado, pero también muy querido.
La pistola era un detalle inherente a la personalidad de Jorge Pasquel, y anécdotas que corren de boca en boca hablan de muchos encuentros en los cuales tuvo que echar mano a su calibre 45. Era un envidiable tirador, con toda clase de armas, ya que como cazador de altos vuelos podía competir su rifle con el mejor del mundo; el capitán Chávez -quien había dado a México varios triunfos en competencias olímpicas- fue su maestro.
En alguna ocasión en que el periódico La Prensa informó de algunas de sus actividades poco dignas de elogio, se presentó en la redacción luciendo su arma, comenzó su presentación con algunas amenazas, siguió interesándose por la marcha de la empresa y acabo ofreciendo su participación para una de las campañas de carácter social que realizaba por aquel entonces ese diario.
De la irritación al entusiasmo, de la amenaza velada al elogio: Todo ello en pocos minutos, dinámica de una contradicción que quizás fuera la verdadera definición de su carácter y su personalidad misma. Los millones de Pasquel sirvieron en alguna ocasión para que los cómicos de teatros montaran en torno de ellos la farsa de sus aceradas sátiras; sus amigos suponían que era poseedor de una fantástica fortuna, pero nunca se supo la cuantía.
PASQUEL EN SU HACIENDA
En la huasteca potosina un buen día decidió asentar una hacienda, y trajo acá su portentoso ejército de máquinas que derribaron la jungla para levantar en ella un emporio agrícola y ganadero; “San Ricardo” le puso por nombre (hoy “Laguna del Mante”). Contrató gran cantidad de empleados, venidos de todos los ejidos vecinos, quienes fueron testigos no solo de su trato amable y generoso, sino también de las visitas de los famosos de la época.
Entre políticos y artistas, se desarrollaban los días en que Jorge llegaba a la casa grande (en el edificio que después albergó a una Preparatoria, al sureste del poblado); bajaba en alguno de sus aviones a la pista, donde ya lo esperaba un lujoso automóvil que habría de trasladarlo a la estancia campestre. Entonces en la hacienda había fiesta y del ganado que se sacrificaba para la ocasión, buena parte se distribuía entre la servidumbre.
Su presencia no era muy continua pero sí prolongada, sobre todo para distraerse con la cacería, una de sus pasiones. Por ello sembró frijol en el área circundante a la hacienda, para que los venados y demás especies de la región bajaran a comerlo, y el millonario aprovechara –junto con sus amigos- para darle gusto a las armas; igual como lo hacía frente al salvajismo de la sabana africana de donde salió siempre avante.
No sucedió así el día que se enfrentó a su destino: 7 de marzo de 1955. Salió de México a las 3 de la tarde, aún hasta las 2:30 estuvo en sus oficinas de (calle) “Ramón Guzmán” 71 con todos sus hermanos, esperando noticias sobre la salud de su hijo Jorge, quién durante la mañana había sido operado de amigdalitis; todavía al salir de la capital recomendó a su chofer Gustavo Macías, que fuera a esperarlo al aeropuerto a las 10 de la noche.
Siguiendo ese plan, cerca de las 9 en “San Ricardo”, Pasquel dio la orden de regresar a México; experimentado como era, el piloto Jacobo Estrada (ex combatiente en la Segunda Guerra Mundial con el Escuadrón Mexicano 201) le hizo ver las condiciones riesgosas para volar, pero Jorge impuso la terquedad para aplicar su voluntad. Quería estar en la capital a como diera lugar y dio la orden tajante que le costaría la vida.
EL AVIÓN DE LA MUERTE
Según la versión del general Adolfo León Osorio al diario “La prensa”, Jorge Pasquel Casanueva siempre estuvo seguro que iba a morir en un accidente de aviación. Dos meses atrás fueron compañeros de vuelo en una nave de American Air Lines hacia Estados Unidos; entre la charla, León Osorio le recomendó que no volará tanto porque cualquier día iba a morirse, Pasquel admitió que eso podría pasar, pero que a él le encantaba volar.
Adicionalmente –incluso en forma inexplicable- Jorge mantenía en su poder un avión C-60, que desde diez años atrás habían sido eliminados por todos los gobiernos, debido a que constituían un peligro para la navegación aérea. En uno de ellos estuvo a punto de morir Lázaro Cárdenas del Río, cuando en calidad de Secretario de la Defensa Nacional, realizaba un recorrido con periodistas y funcionarios, sobre instalaciones militares.
Otros aparatos similares tuvieron trágico fin, como el que cayó al iniciar su vuelo en el Aeropuerto Central, y en el que iban el embajador de la URSS, Constantino Gumansky y 15 personas más, de las que solamente se salvaron el mecánico noble y la señora Troynisk, esposa del primer secretario. Poco después en Puebla cayó otro avión C-60, pereciendo 23 soldados del ejército.
Esa noche del 7 de marzo de 1955, los vehículos de la hacienda se apilaron en torno a la pista y encendieron los faros, para con su luz indicar al piloto la trayectoria del despegue; cuentan los lugareños que salió rumbo al poniente a las 9 de la noche con 3 minutos. El transporte empezó a fallar y dio una especie de vuelta en círculo -hacia la montaña- como tratando de regresar, pero sin alcanzar demasiada altura.
Se escuchó un estallido –aparentemente un motor- y el avión se precipitó hacia los peñascos en la parte alta de la sierra de Tanchipa, el fuselaje fue derribando árboles hasta estrellarse en las rocas y explotar. La nave se hizo añicos y enseguida las llamas alcanzaron a los ocupantes; por la lejanía en donde quedó su cuerpo, algunos rescatadores supusieron que Pasquel se habría lanzado al vacío poco antes del impacto final.
Su cuerpo fue el que más entero quedó a comparación de los demás, aunque totalmente calcinado y sin la cabeza, piernas ni brazos en su lugar. Siete horas duró el difícil y peligroso ascenso a la escarpada montaña, toda vez que el bimotor Lockeheeed, matrícula XB-XEH (en el que viajaban las víctimas) se desplomó en una pendiente en la abrupta serranía, a 15 kilómetros de la pista de aterrizaje de la hacienda.
EL AZAROSO RESCATE
Según los inspectores técnicos de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas a través de su Dirección de Aeronáutica Civil, por tratarse de un vuelo nocturno el piloto no consiguió hacer altura suficiente al volar a ciegas y fue a estrellarse con las elevaciones más próximas, produciéndose la catástrofe. No faltaron quienes notaron en el envío de los peritos un afán por investigar la verdad sobre lo que pudiera haber sido un atentado.
Aviones de la Fuerza Aérea Mexicana salieron de distintas bases hacia el lugar del accidente, comandadas por el general Viéytez y Viéytez, obedeciendo instrucciones superiores. En “San Ricardo”, cincuenta hombres formaron una brigada y a golpe de machete se abrieron paso a través de la boscosa sierra, hasta llegar al sitio del fatal siniestro.
El contingente de voluntarios quedó formado en la madrugada del día 8, y a las seis de la mañana emprendieron la marcha hacia el sitio donde unos campesinos habían informado que la noche anterior algo grave había ocurrido, pues escucharon un ruido ensordecedor y luego vieron enormes llamaradas que se elevaban en medio de los bosques. Llevaban medicinas, parihuelas, lazos y buena cantidad de implementos de rescate.
Cuando llegaron al sitio, al pie de un elevado pico de macizas rocas, sus ojos vieron un montón de fierros retorcidos y casi calcinados, y a su alrededor toda clase de restos humanos totalmente quemados. Piernas y brazos ennegrecidos y alzados hacia el cielo por el efecto de las llamas, cráneos quemados, forrados con carne chamuscada con gestos horribles de dolor y angustia en su rostro.
Solamente un cuerpo, que luego fue identificado como el de Jorge Pasquel, estaba completo pero totalmente quemado, los demás yacían destrozados y tuvieron que recogerlos en partes. Los colocaron luego en las parihuelas y fueron conducidos al rancho; la identificación de Jorge fue posible por un tornillo de aluminio que le había puesto el doctor Alejandro Velazco al operarlo tras el ataque de un leopardo en África.
La difícil tarea de investigación la llevó a cabo el general Octavio Rueda Magro, componente de la expedición; la Secretaría de la Defensa Nacional ordenó desde las primeras horas de la madrugada del 8 de marzo, la movilización de dos escuadrones del Batallón de Fusileros Paracaidistas que comandaba el teniente coronel Plutarco Albarrán. Para levantar los cadáveres hubo necesidad de envolverlos en cobijas.
A las 2 de la tarde del día 8 se inició el descenso con la fúnebre carga, y antes de las 5 estaban ya en “San Ricardo”, donde esperaba el agente del Ministerio Público de Ciudad Valles, Rubén Ruíz, para levantar las actas de rigor. Inmediatamente después se dispuso lo necesario para que todos, con excepción del magnate jarocho -quien sería inhumado en su ciudad natal-, fueran llevados a México para darles sepultura.
A las 17:48 horas llegó a la capital del país Gerardo Pasquel y su esposa, procedentes de Los Ángeles, California, a donde habían ido con el deseo de presenciar la pelea del popular “Ratón” Macías; allá recibieron un cable comunicándoles la trágica noticia. Cuando a Gerardo le confirmaron el fallecimiento de su hermano, sufrió un ataque por la impresión, algo parecido pasó con Sergio (su hermano gemelo).
Los familiares cercanos de Jorge contrataron un avión especial para trasladar su cuerpo hasta la tierra que lo vio nacer, donde aterrizó a las 8:30 de la noche. Todos los parientes del millonario desaparecido que estaban en la capital mexicana, incluyendo a sus hermanos Alfonso y Sergio y a su tío Roberto Pasquel Luján, partieron para Veracruz para recibir allá los restos.
EL MISTERIO QUE LO SIGUIÓ
En el aspecto afectivo, a Jorge Pasquel mucho se le relacionó con María Félix, nadie olvida lo que se decía en los periódicos respecto de su romance con ella, y lo que la misma diva llegó a declarar después de la muerte del millonario. Sin embargo, fue la cercanía con la actriz checoslovaca Miroslva Stern la que despertó especulaciones que aún después de su fallecimiento, los periódicos (como La Prensa) avivaron constantemente.
Y es que la historia oficial de la muerte de Miroslava, sentimental y compasiva, convivió durante algún tiempo con un rumor popular que encontró espacio en las secciones de nota roja de los diarios hasta que la ANDA (Asociación Nacional de Actores) exigió al gobierno que las censurara. Según esta versión, ella no se suicidó al descubrir que Luis Miguel Dominguín se casaba con Lucía Bosé, sino que habría muerto en un accidente de aviación.
El rumor relacionó así dos muertes: La de la actriz y la de Jorge Pasquel; el diario La Prensa del 9 de marzo de 1955 comenzó la especulación al señalar que “nadie sabe a quién corresponde el séptimo cuerpo, pues solamente se sabía que viajaban seis personas, incluyendo a Jorge Pasquel en ese avión C-60, un modelo prohibido en México, después de que Lázaro Cárdenas estuvo a punto de estrellarse en una gira a Mazatlán”.
Unos días después del accidente de Pasquel se dio a conocer la identidad de los otros cinco muertos: Tres pilotos, un radio operador, un mecánico y el mayordomo. El 11 de marzo, tres días después del accidente en San Luis Potosí, era encontrado el cadáver de Miroslava. La tardanza dio lugar a las sospechas, porque la criada de la actriz -María del Rosario Navarro- la vio por última vez el 7 de marzo y el 11 se dio a conocer el suicidio.
La Asociación Nacional de Actores, en ese entonces presidida por Rodolfo Echeverría, obtuvo la dispensa de la autopsia y Miroslava fue incinerada a las cuatro de la tarde en el Panteón Civil porque -a decir de su padre- sepultarían sus cenizas al lado de las de su madre en una cripta que poseía la familia en el Panteón Francés de San Joaquín, un mausoleo que (según La Prensa del 13 de marzo) no existía.
Por si fuera poco, al día siguiente de la muerte de Miroslava, ese periódico publicó una entrevista con el actor cubano César del Campo que avivó las sospechas: “La vi y hablé con ella el lunes pasado (7 de marzo), me platicó de sus planes de trabajo, que estaba por salir a San Luis Potosí a hacer unas presentaciones personales”. Los asistentes al último adiós a la actriz jamás la vieron de cerca.
YA NADA FUE IGUAL
Lo que sí resulta completamente cierto hasta nuestros días es que –a juzgar por las versiones de vecinos de la antigua hacienda “San Ricardo”, hoy ejido “Laguna del Mante”- todo cambió a partir de la muerte de Jorge Pasquel Casanueva: Los hermanos se alejaron, la hacienda quedó sumergida en el descuido, el ganado se fue perdiendo, e incluso la vasta propiedad del veracruzano empezó a ser víctima del saqueo.
La rapiña se volvió sistemática cuando en la década de los setentas, solicitantes de tierras venidos de varias partes del país presionaron al gobierno para que expropiara e iniciara el reparto. Cuentan algunos lugareños que hubo gente que llegó a internarse en los subterráneos del casco de la hacienda en una búsqueda infructuosa de supuestos tesoros; también se organizaron expediciones al sitio del accidente en busca de un áureo botín.
Lo más lamentable –según afirman antiguos habitantes- fue que a la formación del ejido “Laguna del Mante”, arribó gente conflictiva que con el tiempo transformó la imagen de poblado apacible, en sitio de reyertas constantes. Entre suspiros, todavía regresan a sus mentes los días de prosperidad que vivían a lado del hacendado Jorge Pasquel, tan diferentes a la zozobra económica de hoy en día.
Son ellos quienes comparten aquel epitafio que se lee bajo un mausoleo sencillo en el panteón de Veracruz, a la derecha de su padre y arrullado por el murmullo de las olas del Golfo de México: “Jorge, todos te lloramos y estarás siempre en nuestros corazones…”
(FECHA DE PUBLICACIÓN: 7 DE MARZO DE 2023).