El mirador de “El meco” está sobre la carretera que lleva a “El salto”, y su caída de 35 metros deslumbra a quienes se apostan en el mirador, a veces adornado por el color naranja de los framboyanes de temporada. Bajando entre escalinatas y recargados en muros de piedra, la única actividad es la observación, pero muy cerca –a orillas del río- puede contratarse a prestadores de servicios que llevan a los paseantes en un paseo hasta el frente de la cascada.
Para ello debemos trasladarnos un kilómetro abajo, al embarcadero “El sundial”. El lugar es una muestra de la creciente afluencia turística hacia los atractivos naturales de El naranjo, y particularmente hacia el rumbo norte del municipio; por ello, en la colonia agrícola “El meco” se han organizado para establecerse en un comité, que así como ha implementado un costo de acceso, también dota de servicios a los visitantes.
El lugar recibe el nombre por un restaurante así denominado, pero representa el punto de partida para la imperdible experiencia del paseo en lancha hacia la caída de la cascada, y del –llamado- “tubbing” o “llanting”, que es un peculiar recorrido río abajo, a bordo de neumáticos que se balancean mientras cruzan ligeros rápidos (un reto tan singular que merece narrarse en capítulo aparte).
A bordo de coloridas embarcaciones de madera se avanza sobre el incomparable azul turquesa del río “El salto”, que nace kilómetros arriba (cerca de la cascada y la hidroeléctrica del mismo nombre). El trayecto de medio kilómetro, a pesar de ser en contra, ofrece una tranquilidad que nos permite deleitarnos con el paisaje de enormes prados verdosos, sombreados por enormes árboles donde descansan aves endémicas.
La apacibilidad solamente es rota por el estruendo cada vez más creciente de la cascada, anunciando a la vuelta de una curva la caída de “El meco”, que –seguramente- tuvimos oportunidad de admirar antes desde el mirador, pero que ahora en cuestión de minutos queda frente a nosotros, en todo lo alto y con todo su vigor, bañándonos con su bruma y meciendo ligeramente la embarcación con la fuerza que crea su corriente.
Sin mayor problema cruzamos hasta el otro extremo, donde los peñascos nos reciben para anclar la lancha durante varios minutos, tiempo que se aprovecha para sentarse a contemplar el esplendoroso panorama, caminar entre las rocas, nadar a un costado, o subir hasta un acantilado para lanzarse –desde tres o cinco metros- un inigualable clavado lleno de adrenalina hacia el caudal azuloso (un matiz que solo cambia en tiempo de creciente).
Esa misma tonalidad nos acoge de nuevo en el retorno, donde habrá quienes decidan dejarse llevar por el río, de vez en cuando haciendo gala de condición física y destreza en la natación, para llegar después hasta el punto de partida, en el embarcadero. La experiencia ha valido la pena: Conocer de cerca al gigante de 35 metros y desafiar su bravura, hasta merecer la caricia de su fresco aliento.