CULTURA

CIUDAD VALLES Y LA HUASTECA
Julián Díaz Hernández

Un recorrido por seis municipios de la Huasteca Potosina para conocer entre altares, baile, ceremonias, danza, comparsas, huehues, máscaras, música, oraciones, pirotecnia, rituales y sepulturas, la forma en cómo se recuerdan a los seres queridos que ya partieron.

LAS MÁSCARAS DE TAMPAMOLÓN

 

Es tiempo de festejar

a la muerte en el panteón:

Máscaras voy a comprar

allá por Tampamolón.

No todo está muerto, porque las manos virtuosas regresan la vida al árbol recién cortado: Y a cada fragmento le dan forma, estilo, consistencia y después color; entonces se convierten en la máscara que define una identidad a cada danzante, para que haga su papel, para que desempeñe su baile, y para que perpetúe una costumbre que cada año se agiganta en varios municipios de la Huasteca Potosina, llenándolos de bullicio.

   Una práctica que se vive con todos los sentidos, o los que estén al alcance, como Candelario Santos, un joven que con el tacto y con la vista, pero sobre todo con su sensibilidad, suple las ausencias del oído y del habla. Apoyado en la experiencia de su padrino Héctor Lucero Rosales, desde 2007 han convertido ese reducto en Los sabinos (municipio de Tampamolón) en un sitio de concurrencia de aquellos que llegan en busca de la careta ideal. 

   “Año con año nos dedicamos a la elaboración de las máscaras, aquí él las elabora, y aquí les damos el acabado (…) el material que ocupamos es pemuche (…) adecuado para darle la forma, y el acabado final es excelente (…) para elaborarla es rápido (pero) tiene uno que esperar a que se seque el material para poderlo trabajar bien…”, comenta don Héctor.

   “Nosotros las elaboramos (…) unos cuatro meses antes para poder trabajar la máscara perfectamente, porque si uno la elabora y la pone al sol, la madera se abre, hay que darle su tiempo para el terminado (…) en la elaboración se lleva un día, para hacerla, pero ya el raspado y el pintado, ya se tarda unos tres días…”

   Admite que aprendió el oficio por necesidad, pero también reconoce que a la fecha se ha convertido -además del medio de sustento familiar- en un gusto y en un arte que hay que preservar a toda costa: "Toda la herramienta que tenemos es manual (…) la lima, el machete, el cuchillito (…) aquí se vende de todo, a veces catrinas, calaveras, del diablo, charro; poquito de todo (…)ahorita el Halloween se ha metido mucho y ocupan mucha máscara de plástico (…) traen ideas de allá de Estados Unidos (pero) la original es ésta, la de madera”.

 LOS INSTRUMENTOS DE MATLAPA

 

No le expresaré lamentos

si la huesuda me atrapa,

le regalaré instrumentos

que venden allá en Matlapa.

Una vez con la máscara en el rostro, coronando la indumentaria colorida, el posterior ingrediente es el ritmo peculiar de la festividad, que surge desde la habilidad de los músicos, arrancando las notas características a un instrumento que –por su parte- tiene que ser excelso en sonido y confección. Entonces el rumbo indicado es más al sur: Matlapa, la tierra de la naranja y de la cecina, pero también de los “lauderos” de Texquitote.

   Moisés Hernández Jonguitud tiene lo que va del nuevo siglo trabajando, heredando la tarea que inició hace décadas: “Vengo desde mi difunto papá, (…) mi abuelo, (de) su papá de mi abuelo; vengo desde abajo, de raíz”. 

   En su taller –a un costado de la carretera federal 85- elabora la jarana, la quinta huapanguera, y el violín, piezas elementales en la conmemoración: “Son los que se ocupan en estas fiestas de Xantolo, para la música, para los vinuetes (…) y los danceros (usan) el arpa, el rabelito, (y) el cartonal”. Al igual que varios de sus colegas en esta localidad famosa por su "laudería", Moisés satisface así la necesidad de una clientela exigente que sobrepasa las fronteras estatales: "Vienen de Querétaro (...) de Hidalgo (y) de Veracruz", afirma.                                         -         

   Así le pone su propio ingrediente a la música y al Xantolo, sorteando las vicisitudes del trabajo exigente y del clima, para darle el tiempo exacto a cada nueva pieza: “Tres días, en una jarana; en la quinta huapanguera, por mucho nos aventamos cuatro días y medio (pero) cuando está bueno el sol”.

     LOS HUEHUES DE SAN VICENTE

 

La muerte estaba impaciente

de ver los huehues bailando,

y viajó hasta San Vicente:

Ahora anda festejando.

Si ya todo está listo, entonces es tiempo de que la tarima suene, y de que se sienta el vibrar de la tradición: San Vicente es uno de los sitios de concentración; para deleitarse con la creatividad plasmada en cada comparsa, desde los personajes de moda hasta el ingenio para reciclar las vestimentas, sin olvidar la inspiración de creaciones irreverentes, para enmarcar la irreverencia misma de la gente que no se rinde ante la muerte y lo convierte en espectáculo.

   Y ahí está la multitud jubilosa: Dejándose embestir por el jolgorio; abriéndole paso al júbilo reviviendo a algunos muertos a partir de los atavíos; e inmortalizando en sus dispositivos modernos un rito por demás antiguo (aunque transformado). Todo gracias a un palpitar humorístico que no cesa, y que por el contrario, se perpetúa alegremente de una generación a otra.   

 LAS COMPARSAS DE SAN MARTÍN

  Y cuando llegue la flaca

a quererme dar el fin,

me llevaré a la calaca

a bailar a San Martín.

Si los hombres mayores promueven nuestras usanzas ¿qué decir de las mujeres?, quienes han forjado un enorme atractivo capaz de motivarnos a devorar kilómetros hacia el sureste, rumbo a uno de los municipios más pequeños de la región, pero grande en tradiciones: San Martín. Sus principales emblemas arquitectónicos –la iglesia, el kiosco y su palacio- se visten de Xantolo, y al sonar de la música de violín, las comparsas invaden el escenario entre el aplauso del público.

   Y entonces bailotean los diablos con sus látigos e impresionan los comanches con sus atuendos, por allá una vieja y por acá un anciano, mientras la muerte no es capaz de soltar a su crío en brazos con tal de no perder el compás. Las catrinas pasean su elegancia y las mujeres su voluptuosidad, en un conglomerado de color que da alegría a los presentes, acrecentando anualmente su cuota de adeptos.

 LA RITUALIDAD EN AQUISMÓN

Me le escaparé a la muerte

entre altares y oración,

voy a buscar mejor suerte

en la magia de Aquismón.

En ese proceso de revivir cada año en sintonía con la celebración, hay un contingente que con el paso del tiempo se ha consolidado como un referente de vistosidad en el concurso de comparsas en Aquismón: “Los resucitados”; haciendo honor a su nombre, cada 365 días renacen para inundar las calles con su colorido, sorprender al público con su sincronía, y convencer a los jurados para mantener su hegemonía de ganadores.  

   Pero en el nuevo Pueblo Mágico de la Huasteca Potosina, su predominancia indígena tenek ha llevado el festejo a los muertos mucho más allá, en una ritualidad que combina las creencias ancestrales con la influencia del catolicismo: Entonces el ambiente se llena de procesiones, sahumerios y oraciones, que así como purifican el alma, también santifican las ofrendas que se comparten.

   En el tributo a la muerte entre los huastecos, el simbolismo de los altares –con los que se recuerda a niños y adultos que han fallecido- tiene especial relevancia, además de que a la par con la religiosidad, llaman la atención la creatividad y el colorido en su elaboración, con especial utilización de los bordados característicos y los adornos floridos donde predominan la palmilla y el cempasúchil.

 LA VELADA EN AXTLA

 

La muerte sin compasión

cumplirá sus amenazas,

me esconderé en un panteón

allá en Axtla de Terrazas.

Pero si de culto a los que ya partieron se trata, nada supera al Barrio Cuayo, una fracción de Chalco, dentro del municipio de Axtla. Cada año recibe a cientos de visitantes en su cementerio y la parte culminante es la ceremonia de cambio de fiscales, aunque previamente la gente llega a visitar las tumbas de sus seres queridos, presenciar las danzas y a convertir el sitio en un lugar de convivencia.

   Así, entre vendimia, pláticas, gritos, y cohetes que estallan en el firmamento, las ondulaciones en el terreno del panteón se transforman en senderos de luz, donde las llamas que consumen la cera asemejan peculiares luciérnagas amarillas que tiritan entre la penumbra y expanden su luminosidad gracias al blancor de la mayoría de las tumbas, ya para entonces aderezadas por el característico naranja del cempasúchil que lo mismo adorna que perfuma.

   Las sombras se mueven sobre las veredas, sorteando repentinos hoyancos o librando ligeras escarpadas, con su lámpara en mano o simplemente guiados por el resplandor, cargando sus viandas rústicas para desenvolverlas más tarde, y entonces agregar el olor del tradicional “bolim” (o “patlache”) a la parafernalia ya de por sí embriagante. Es una noche de velación, de recogimiento, pero al mismo tiempo de regocijo.

   Por eso cada tendejón se convierte en una especie de escenario, y la música suena por doquier: Tanto la estridencia de la banda como la infaltable alegría de nuestro huapango. Los bailes autóctonos continúan por el resto de la noche, al sonar del arpa y del rabel, marcando el tintineo de las sonajas cada que la dura suela se estrella en el áspero concreto. De esa forma se diluyen las horas, hasta la llegada –a la medianoche- del ritual de traspaso de mandos.

   SALVADOS PARA EL OTRO AÑO

 

Estaba algo preocupado

pero no sufrimos daño,

de la muerte me he salvado

ahí nos vemos el otro año.

 Y así se vive, así se reta, se hace mofa y al mismo tiempo se respeta y venera a la muerte. Se le canta, se le baila, casi siempre aplicando un tinte festivo quizás para camuflar el miedo a que ya viene por ti: Por lo pronto, un año más de pruebas superadas, anhelando que en el próximo tu sitio en el altar aún continúe esperando por tu ausencia; siempre y cuando logres ponerte lejos del alcance de ella.

 

 

 

 

      

 

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