TURISMO

CIUDAD VALLES Y LA HUASTECA
Julián Díaz Hernández

Ritual en la cueva

Es como parafrasear aquella canción de José Alfredo, solo que aquí las piedras del camino no enseñan a “rodar y rodar”, sino a subir y subir, y se encuentran acomodadas una junto a la otra, luego más arriba, unidas con cemento, pero recubiertas con lama y humedad -mucha humedad- por ello el ascenso es más difícil y por eso se agradece el pasamanos de madera que aparece de cuando en cuando.

   La aventura ahora es hacia la “Cueva del Espíritu Santo”, aunque de repente la escalada obliga a redoblar esfuerzos y hasta a pedir el apoyo de las deidades de toda la Divina Providencia. Todavía Nabor –nuestro guía- asesta un golpe al ánimo cuando dice “son como 1000 escalones, y no vamos ni a la mitad”. Así que de repente se vale hacer uso también de las bancas que están en los descansos.

   Cuando así sucede, no solamente los pulmones se gratifican con el aire fresco y puro de la montaña de Aquismón (en “Mantezulel”), sino que los oídos se nutren de los cantos de las avecillas, mientras los ojos se asombran con las elevadas cumbres de árboles de diversas especies y se maravillan con florecillas naranjas que crecen en el mismo tallo de los arbustos.

   Después de la tregua, la atención debe seguir puesta a casa paso que se da, porque los traspiés pueden surgir en cualquier momento. Al cabo de una media hora de andanza desde la comunidad, las dos oquedades aparecen ante nosotros en la falda de la sierra, como un par de hocicos hambrientos –abiertos- que por momentos “amenazan” con engullirnos y triturarnos con sus “colmillos afilados”. 

   Es la impresión que dan las pronunciadas estalagmitas, que con la luz que se cuela desde afuera, permiten vislumbrarse en el fondo, sobre el techo de la caverna. Pero el misticismo de esa mañana es más atractivo aún, y desafía cualquier riesgo imaginario o tangible que pudiera existir, comenzando con los resbalones sobre las largas escaleras de madera, mojadas a más no poder, por las que hay que descender varios metros.

   Además, los sentidos vuelven a dejarse llevar y llaman a introducirse. Primero, la vista: Recorriendo toda la amplia cámara con sus decenas de formaciones alrededor, esa mañana alumbrada con el resplandor rojizo que dejan las velas acomodadas en el piso, frente a un altar diseñado por la naturaleza entre las rocas, adornado con la verde palmilla, donde sobresalen efigies muy conocidas por el catolicismo.

   Después, el olfato: Con su aroma de copal por doquier, pero sobre todo, el del “bolim”, tradicional platillo en esta celebración a la Virgen de Guadalupe, que ha congregado a los pobladores entre rezos y cánticos en dos idiomas. Más allá está el pan casero y el –también humeante- café de olla, sin faltar el penetrante olor del aguardiente (“yuco”), que lo mismo sirve para atenuar el frío, que como parte del ritual.

   En ese marco, no importa ya demasiado la aspereza de las piedras a sortear, ni el lodo que a veces atrapa ahí dentro, formado como consecuencia de los goteos constantes que provienen desde la parte superior de la cueva. Hay mucho qué ver y senderos internos por los cuales adentrarse, ayudados –desde luego- por una benefactora lámpara que permita una marcha con mayor seguridad.

   La luminosidad genera reflejos brillantes en la humedad que cubre muchas de las formaciones, e incentiva los relatos que al respecto se cuentan:  “Brilla como si fuera oro –dice Toñito, y suelta luego el mito- porque aquí hay oro, nada más que es sagrado y la gente no lo puede sacar”. Lo cierto es, que la oportunidad de maravillarse con tal espectáculo natural resulta ya, de suyo, un verdadero tesoro de la vida.

 

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