Una gangosa voz que anuncia la “crema medicinal que cura todo” es el único pregón que rompe el silencio de una mañana quieta y de húmedo calor en “Las Palmas”, una estación donde el bullicio y la algarabía del “llévele, llévele” germinaban todavía en los noventas al amparo de una breve escala del paso del tren de pasajeros.
Ubicada a 12 kilómetros al noroeste de Tamuín, sobrevive apenas del ligero impulso que da a su economía una cercana planta cementera con su respectiva termoeléctrica y de la aplicación en la ganadería; atrás quedó la tarabilla de decenas de hombres y mujeres que completaban el gasto con la vendimia sobre el ferrocarril.
“Eran famosos aquí don Mauro Ruiz que vendía agua de huapilla (una zarzaparrilla propia de la zona) y doña Leonides”, recordó don Marcelino Saldaña Amaro, un hombre jovial que creció –podría decirse- a la par con el ferrocarril: Desde su natal Cerritos llegó en 1937 de la mano de su padre cuando tenía nueve años.
Don Rafael Saldaña Domínguez –su progenitor- arribó a “Las Palmas” a emplearse como arenero y llevó allá a su familia. Para 1959 don Marcelino ya había sido garrotero y se estableció como vigilante en los patios de esa estación tamuinense. Ahí pasó la mayor parte de su vida, hasta que se jubiló en 1995.
Dos años después, en 1997, el gobierno federal de Ernesto Zedillo privatizó su consorcio ferroviario, dejando en manos extranjeras un sistema de transporte tradicional para los mexicanos, y acabando de tajo con el modo de sustento de lugares como “Las Palmas”, una rutina que a su vez alcanzaba significativos grados de folclorismo regional.
“Era como una especie de patrimonio nacional, yo no sé porque el gobierno terminó con esto -lamentó don Aquilino Martínez Reséndiz- cuando quitaron ese servicio de tren mixto (de pasajeros y de carga) acabaron con la economía del lugar; nosotros aquí vendíamos agua, café, muchas cosas, y se nos acababan, otros vendían piloncillo y quesos”.
Nacido en 1948 en esa estación, don Aquilino forjó su familia –una esposa y ocho hijos- al paso del ferrocarril, del cual se sostenían económicamente; “por esa falta de medios para sobrevivir, dos de mis hijos tuvieron que emigrar en el 97 a Estados Unidos, y otros están en San Luis, buscando nuevas oportunidades”.
TAMBIÉN LA “ESTACIÓN TAMUÍN”
A su vez, en “Estación Tamuín”, rayas trazadas sin sentido surcan las paredes; papayas y “aquiches” invaden el interior con sus ramas, y hasta un curioso (árbol) “orejón” se atrevió a nacer en el techo. La estructura de concreto y bloques aún sobrevive al paso del tiempo pero dentro yacen pedazos de alfardas convertidas en tizones.
Así agonizan los restos de aquel sitio: Parada obligada del tren, y que alcanzó su máximo esplendor a finales de los sesentas, con vendedores que iban y venían ofreciendo plátanos, naranjas, cacahuates, refrescos, raspas y las infaltables gorditas de contenido diverso. Mercadeo que sostenía la economía del poblado.
Con la melancolía que despierta la remembranza de aquellos tiempos mejores, doña Ambrosia Ramos Cázares recordó sus despertares de niña al silbido del tren en su ejido natal, forjado por el esfuerzo de don Fabián –su padre- y otros contemporáneos: “Y había mucha bonanza, la mejor época fue como en 1969”.
“Era una estación con mucha vida porque pasaban los trenes y mucha gente pasaba en él, viajar ahí era más barato; entonces se aprovechaba para vender, y las personas de aquí se iban arriba ofreciendo, hasta ‘Las Palmas’ y de allá los vendedores hacían lo mismo viniéndose hasta acá. Había trabajo para todos, de ahí se mantenían”, rememoró.
Ahí, en ese sitio donde solamente quedan unas ovejas pastando la maleza que circunda a la estación, décadas atrás se derrochaba alegría de día y de noche. “No había desconfianza, no había maleantes, todo era muy bonito; recuerdo que mi esposo trabajaba en Estación Celis, y de aquí nos íbamos en el tren de las 5 de la mañana”.
“Estación Tamuín” era además en esos tiempos, confluencia de ferrocarriles, porque ahí entroncaba el que corría hasta Ciudad Mante y el primero cuyo servicio se retiró, en la década de los setentas. Con la privatización del tren en 1997, los nuevos dueños trajeron maquinaria para desclavar esos rieles y durmientes, que se llevaron junto con vagones.
El decaimiento de la economía tras la supresión de la corrida de pasajeros hace 22 años, provocó un severo impacto en la vida del ejido; pronto la migración de las nuevas generaciones hacia Monterrey, ciudades fronterizas del norte e incluso Estados Unidos apareció como opción.
Aquel edificio que era una fortaleza en la que muchas veces los pobladores se resguardaron de los intensos ciclones, terminó alcanzado por el olvido, mientras su historia se desvanece en el tiempo, lo mismo que la esperanza de un nuevo viaje del tren de pasajeros.
VALLES PIDE SU “TREN MAYA”
Por su parte, en Ciudad Valles, vecinos de la colonia “Estación de los ferrocarriles” -algunos de ellos vendedores y otros trabajadores de los tiempos del tren de pasajeros- han manifestado su deseo y necesidad de que regrese el transporte; y pedido la intervención de los diputados para que realicen las gestiones correspondientes.
Omar Olvera, uno de los peticionarios, expresó que “se habla del progreso, (y) hay que recordar que tenemos abandonada la estación, que en años anteriores era una fuente de empleo de donde vivían muchas personas. Lo turístico tiene (…) gran relevancia (…) y no se está aprovechando; hay muchas familias esperando que esto vuelva a resurgir”.
Por su parte Javier González Gallegos, otro de los vecinos, lamentó que “se está echando al olvido, (cuando) realmente esto antes (…) era una fuente de trabajo para todas las comunidades aledañas (como) Micos, Pago Pago, (y) Rascón; (…) es algo que habría que ver (…) el diputado al que le corresponda en su distrito, que haga la solicitud al Congreso”.
Recordó que en aquellos tiempos, él tenía la posibilidad de ofertar raspas, elotes, y cacahuates; “aquí se vendía todo, y queremos que regrese, a ver si hay un auge para las familias que necesitan trabajo”. Y recalcó que los legisladores deben poner atención “a ver si es posible que hagan una cosa similar a lo que hicieron con el Tren Maya Turístico”.
A su vez, Crescenciano Carrizales Flores, quien fuera mayordomo de cuadrilla de Ferrocarriles Nacionales de México y actualmente está jubilado, recordó con nostalgia “que había (…) mucha gente, muchos pasajeros, se vendían muchas cosas de comer; era una cosa tan bonita que se perdió porque vendieron (…) quitaron el ferrocarril”.
Comentó estar enterado de las peticiones a las autoridades, y de la existencia de un grupo de empresarios que ha promovido el regreso del tren de pasajeros, pero mostró su escepticismo, al observar pocos avances. “Uno qué quisiera, que ya estuviera de nuevo, aunque cobraran caro (…) pero el chiste es que salga el tren nuevamente”.
“Yo tengo familia que nunca se ha subido al tren y ellos quisiera subirse al tren, les digo a manera de broma que los voy a llevar a Los Mochis para que se suban al tren que va a Chihuahua”, expresó, al tiempo de considerar que el gobierno tendría que intervenir, pues a los actuales dueños no les interesa.
TAMASOPO Y MÁS ABANDONO
En Tamasopo, uno de los lugares emblemáticos en la actualidad es “El Cafetal”, porque ahí comienza el descenso hacia el famoso “Puente de Dios”; pero antes de que el tren se privatizara, el sitio era relevante por sí solo, contrastando con el olvido que se nota ahora comenzando por su estación.
Ascensión González Castillo, un hombre de 74 años que nos observa mientras fotografiamos la sólida construcción abandonada, aprovecha para comentarnos que antes “estaba muy alegre la gente, cualquiera siempre hacia la lucha por vender cosas: Semillas, refrescos, enchiladas y hasta cervezas”.
Desde ahí, es posible subir la sierra a pie para conocer otras escalas, como la del kilómetro 448 sobre la vía: Flanqueada por platanales está un cuarto de piedra que refleja antigüedad, y que era la estación “Verástegui”, construida por el antiguo Ferrocarril Central Mexicano por concesión número 17 con fecha de 8 de septiembre de 1880.
Cinco mil metros más adelante, justo pasando el anuncio que señala el kilómetro 443, y doblando una curva, se divisa otra construcción, perdida en medio de la nada: Con treinta metros de largo, cinco de altura y otros tantos de profundidad, puede ubicarse lo que queda de la estación “Espinazo del diablo”.
Explorarla entre el ruido y el olor de la vegetación, que la ha invadido casi por completo, sumerge por momentos en pasadizos oscuros –comparables a película de suspenso- hasta terminar recorriendo la veintena de cuartos, elaborados en piedra que ha resistido más de un siglo de antigüedad.
Hablando de imaginación, igual podría trasladarnos a esos años cuando el lugar no solamente servía de descanso para los trabajadores del ferrocarril, sino que llenaba de bonanza económica a la gente de la comarca, que emergía entre las veredas serranas para traer sus mercancías y venderlas a los usuarios del tren de pasajeros.
Ahora los senderos están casi borrados y seguramente llenos de felinos, reptiles y demás animales salvajes. Ese mismo panorama sombrío (en el contexto monetario), se compara con la edificación afectada por el tiempo, pero que a la vez se aferra a una esperanza, lejana sí, pero que no deja de ser un anhelo que subsiste con un último hálito de vida.